jueves, julio 23, 2009

El poeta útil

A las exequias de la líder indígena Tránsito Amaguaña y del escritor Jorge Enrique Adoum, asistió el presidente Rafael Correa. En ambos casos sus declaraciones fueron emotivas e hizo proselitismo político. Frente a Tránsito Amaguaña, pidió perdón porque no había podido “hacer lo suficiente en estos 27 meses y por no realizar todo lo que uno quisiera hacer”; frente a Adoum se comprometió a no claudicar en sus principios de izquierda. Estas declaraciones, en su contexto emocional, ponen en jaque cualquier reflexión. Pero es allí donde hay que arriesgarse para entender lo que revela un lenguaje acostumbrado a estereotipar y anular a la otra parte del diálogo. A modo de equilibrio frente a esa retórica, las palabras de Humberto Cholango, presidente de la Confederación de los Pueblos de Nacionalidad Kichwa del Ecuador, fueron sensatas cuando dijo que Correa está impulsando un país distinto “pero está minimizando a la gente”.

Precisamente la novela de Jorge Enrique Adoum, Entre Marx y una mujer desnuda, irritó por su crítica a la izquierda ecuatoriana en el momento de su aparición, en 1976. Creo que podría irritar también ahora, si se la leyera a fondo, y se percibiera que la perspectiva de su autor, que la escribió mientras vivía fuera de Ecuador y con un prudente distanciamiento, señalaba el absurdo del discurso político que busca imponerse en un medio al que no entiende de verdad y al que pretende amoldar con ideas fijas. Clave es la escena donde dirigentes de izquierda buscan un acercamiento a la comunidad indígena y fracasan porque no pueden comunicarse con ellos.

La autocrítica que planteaba Adoum fue intencional y sacrificó el logro de la autonomía de su novela. Hoy hay que leerla básicamente en función de su contexto histórico y literario, incluso en su textura formal. Que la comprensión de uno de sus personajes, Gálvez, requiera de la alusión a una persona real como el escritor Gallegos Lara reduce el poder de la novela al testimonio y al condicionamiento emotivo. Condicionamiento que coincide con la retórica de Correa para captar la benevolencia de los estrictos asistentes a las exequias, como Cholango, y, al mismo tiempo, desautorizarlos.

En una conversación con el poeta Iván Carvajal que publicó la revista Vanguardia el año pasado, dije que Entre Marx y una mujer desnuda es una novela escrita por un poeta. Carvajal replicó diciéndome que más bien es un poema escrito por un novelista. Carvajal tiene razones que le competen y que respeto. A fin de cuentas él es poeta y yo novelista, pero quizá coincidimos al complementar las perspectivas con el diálogo. Adoum esencialmente me parece un poeta, y el poeta salvó a su novela convirtiéndola en un poema. Por esto mismo el escritor, con esa capacidad polifacética de su lenguaje, nunca puede ser útil –ni unívoco– para un gobierno. Al pretender serlo, o asignársele esa función, deja de ser escritor. El dominio poético de la lengua, lo que llamaríamos su talento, tiene la virtud de resquebrajar sus tendencias y filtrar la riqueza de lo literario. Habría que volver a leer la novela de Adoum y bajo su crítica matizar la retórica del gobierno actual.

Leonardo Valencia

publicado en El Universo (Ecuador), 21 de julio de 2009


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lunes, julio 06, 2009

Aprendizaje de la crítica

Nunca deja de sorprenderme la disparidad de críticas que se dan sobre un mismo libro. Aquí van tres muy diferentes sobre Kazbek, en la edición española y la argentina. Siempre se aprende de las críticas y se descubre la visión del crítico en cuestión. Uno tiene que escucharlas, y luego, con más distancia, mirarlas como si hubieran sido escritas sobre otro libro. Porque se ha convertido, en efecto, en otro libro. Entonces se prende un fuego que no quema pero que tampoco calienta, sino que ilumina. La de Oliverio Coelho es muy reveladora por el calado en el sentido de la composición de un libro que no deja de ser extraño, incluso para mí mismo. Por supuesto, las consideraciones, en mi caso, resultan provisionales porque Kazbek es la primera novela de un sexteto que se empieza a abrir como los ramales de un estero y que  lleva a lugares que apenas intuyo.

Kazbek. Leonardo Valencia.
Editorial Funambulista. 117 páginas. 14,96 euros

 (España)
por Santiago Gil

La literatura se adentra a veces por nuevos caminos que no sabemos hacia dónde nos acabarán llevando. Aprendimos con Ulises que lo importante es el viaje, el sueño del regreso o la aventura diaria. A veces los regalos navideños se envuelven en cursilerías o en atávicas costumbres que nos hacen contar los minutos para que dejen de martirizarnos con villancicos. Pero otras veces esos mismos regalos se vuelven casi milagrosos. Entre los libros que me regalaron las pasadas fiestas navideñas hay uno que aún releo una y otra vez. Hablo de Kazbek, una novela escrita por el ecuatoriano Leonardo Valencia e ilustrada por Peter Mussfeldt. Ya de entrada, uno se espera algo bueno cuando ve que está editada por El Funambulista y además avalada por Enrique Vila-Matas; pero lo que nos encontramos cuando empezamos a leer es una sucesión de destellos geniales que nos devuelve a la senda de los grandes descubrimientos literarios de los dieciocho años.

Podría explicar el argumento, pero creo que en este caso no es necesario. Escribe alguien sobre alguien que escribe, y lo demás ya queda a la interpretación de cada cual. Valencia no deja ningún verbo ni ningún adjetivo a la intemperie. Todo lo que cuenta fluye con naturalidad y genialidad, sin que se caiga nunca en el aticismo o el aburrimiento. No conocía nada de él, pero desde que terminé este libro ando rastreando toda su obra. No exagero si hablo de él como de uno de los autores que está llamado a darle un nuevo aire a la literatura escrita en castellano. Ya lo hace Vila-Matas, o lo hacía Bolaño. Ahora habré de sumar a esa avanzadilla que, como decía Kafka, escribe entre sombras a Leonardo Valencia. Anoten bien su nombre y el título de esta prodigiosa novela. No dejen de acercarse a este nuevo camino por el que creo que habrá de transitar la literatura contemporánea si realmente pretende contar estos tiempos cada día más alocados y más contradictorios.


El arte de la impostura

Publicado en Perfil el 5/7/09

por Quintín


Leyendo Kazbek, del ecuatoriano Leonardo Valencia, me encuentro dos veces con el nombre de Peter Greenaway y una señal de alarma se enciende en el fondo de mi cerebro. Greenaway, cineasta, videasta, artista plástico, escritor y vaya uno a saber qué otras ocupaciones, tuvo su cuarto de hora de fama internacional a fines de los ochenta.Su celebridad llegó a la Argentina donde sus feas películas, que mezclaban el kitsch intelectual con el morbo, tuvieron un éxito apreciable. Recuerdo en especial una de ellas, Drowning by numbers, en la que en cada plano aparecía un número que coincidía con su orden correlativo, una obra forzada para ajustarse a un procedimiento tan arbitrario como banal. Greenaway falsificaba películas pero llegaba más lejos: era un impostor. Para ilustrar la diferencia, tomemos un ejemplo de otra disciplina. Antes (y aun después) de las elecciones del domingo pasado hubo varios encuestadores que inventaron resultados. Pero solo uno de ellos, llamémoslo Arturo Ladri, llevó el simulacro al extremo de proclamar que la falsificación al servicio de sus patrones era inherente a su tarea. Aunque Ladri inventaba cada día un pronóstico distinto, sus admiradores —que son legión— lo aplaudían a rabiar, lo entrevistaban por radio y televisión y requerían sus opiniones aun sabiendo que el individuo mentía por sistema. Mientras que un falsificador se conforma con engañar a los expertos y hacer pasar lo falso por verdadero, Ladri intenta algo mucho más ambicioso: redefinir su trabajo para que distinguir la diferencia resulte irrelevante. Algo parecido hacía Greenaway, que no trataba como muchos de sus colegas de hacer pasar por buenas películas malas, sino redefinir el cine como una forma rígida saturada de objetos arbitrarios, apenas conectados por ideas grandilocuentes.

Valencia cita una de ellas: “Tenía razón Peter Greenaway: la tinta es la segunda sangre del mundo”, una metáfora muy representativa del estilo Greenaway, mezcla de truculencia y pomposidad. Valencia, sin embargo, es más un falsificador que un impostor, ya que trabaja sobre una fórmula probada: la instalación literaria, un género cada vez más practicado y que, como su contrapartida audiovisual, consiste a grandes rasgos en la acumulación de fragmentos conectados por un tema o una narración débil. La literatura, con su falta de soporte material (lo de la tinta de Greenaway es chapucero aun en ese sentido), nunca deja de ser una falsificación, una fabricación de objetos apócrifos. Pero los instaladores literarios, siempre atentos a lo que ocurre en otras disciplinas, evitan la angustia frente al vacío ontológico del texto mediante dos tácticas opuestas: la abstracción extrema y la apelación a la imagen. Por un lado, Valencia pone en abismo su libro de dos maneras distintas. La narración habla del encargo de acompañar dieciséis dibujos de escarabajos a cargo de un artista llamado Peer y en Kazbek aparecen efectivamente los escarabajos y sus comentarios, que combinan la descripción de los bichos con metáforas sobre la escritura del tipo: “Tu cuerpo es una lanza florida que desgarra la carne de lo verosímil”. Ay.

Por otra parte, Valencia construye en su pequeño libro una tipología de los libros pequeños en oposición a la gran novela. Las “Libros de Pequeño Formato” deben cumplir con nueve reglas, cursilerías tales como ser “Un libro que crea silencio para escuchar como fluye la fuente”. A Valencia le gustan las enumeraciones como a su maestro Greenaway y así compila una lista de sesenta libros chicos que poco tienen que ver entre sí y conforman, más que un canon, un puzzle de coleccionista. Entre esos libros está Bartleby y compañía de Vila-Matas y Shiki Nagoya de Bellatin dos obras que le sirven a Valencia de inspiración aunque Kazbek elude la angustia y el delirio que acechan a sus modelos. Su trabajo de cortar, pegar, citar y ordenar prohíbe las emociones propias.

http://www.lalectoraprovisoria.com.ar/?p=4035


A propósito de Kazbek(*)

Por Oliverio Coelho 


Kazbek es uno de esos libros que en una primera lectura parecen monolíticos y cercan su propia ambición. La primera lectura exige una embestida. Familiarizarse con un universo que no se parece a ningún otro. Un universo que es más bien la estilización de la obsesión íntima del escritor.

En una relectura aparece, en cambio, un composición aleatoria, una suerte de montaje en donde página a página el escritor, como su personaje -alguien que lucha por escribir, como si fuera cuestión de vida o muerte-, doblega “las fuerzas del azar”. La novela quizás gane volumen y profundidad en la relectura: pasa a ser un ensayo púdico sobre las posibilidades del arte y el yugo del escritor. Importa menos el personaje que el asunto: los procesos detectivescos -salvajes, como en Bolaño, o sibilinos como en Valencia- de todo artista para salvar de la inercia a la obra en ciernes.

Para que lo anhelado, lo poetizado -el “Libro de pequeño formato”-, llegue al papel, Kazbek debe reencontrarse con un viejo conocido, Dacal, objeto de devoción literaria en sus años de juventud limeños; debe conquistar a Isa, la mujer-isla -en esto es mítico el relato de Valencia-; y además debe sincronizarse con el trabajo del señor Peer, la contratacara de Kazbek: un exiliado europeo en Ecuador. Los dibujos de Peer, insectos destinados a iluminar el “Libro de Pequeño Formato”, inspiran la poética minuciosa de la narración. Hay aquí un pacto creativo y efectivo entre el artista y el escritor. En ese acuerdo se ajusta  la posibilidad de narrar. Una suerte de disciplina meditada que unifica cualidades walserianas: imagen caligráfica -insecto- y escritura deliberadamente monocromática.

Así como bajo un microscopio en un insecto se revelaría una naturaleza exponenciada, una suma demencial de matices y partes, en la novela de Leonardo Valencia, bajo una relectura, se descubren infinidad de posibles relatos. Brazos finos, vertientes y líneas de fuga, ramificaciones tentaculares como las que exhiben las ilustraciones de Peter Mussfeldt que acompañan la novela de Valencia. Lo llamativo y lo meritorio es la resignación vital del autor: su digresión es sintética, como en un tratado, y no expansiva y banal, como en buena parte de la literatura contemporánea.

Entre el Libro de pequeño formato y la Gran novela, Valencia juega -y he aquí un tercer modo de leer la novela- a falsear el relato autobiográfico. La posibilidad de asociar a Peter Mussfeldt con Peer, a Leonardo Valencia con Kazbek, sobrevuela la primera lectura. Sin embargo no sabemos si Kazbek efectivamente llegó al libro de pequeño formato, si alcanza a Isa -aunque llega a la “cita”-. Eso es lo de menos, porque todo indica que, entre una primera y una segunda lectura, el libro que llega a nosotros cumple con muchas características de un Libro de Pequeño Formato: “un libro corto que parece no agotarse nunca; un libro que puede perderse porque no se lo olvidará; un libro que el lector no tenía previsto encontrar; un libro que el lector no sabe ni quiere resumir sin que se subvierta y destruya su contenido”. Ahí, en un juego de cajas chinas, está encerrada la historia personal de la escritura. Y las limitaciones del crítico: intentar llegar a la última caja y abrirla -robándole el privilegio al lector- equivale a destruir el secreto de Kazbek.

Reseña publicada en la revista Inrrokuptibles, Julio 2009.

http://www.nacionapache.com.ar/archives/3205

(*) Kazbek, de Leonardo Valencia. Ilustraciones de Peter Mussfeldt. 108 pág., Eterna Cadencia, 2009.