Dadá en París
De paso por París, coincido con Héctor Feliciano, el periodista puertorriqueño, autor de uno de los libros de investigación más provocadores de los últimos años: El museo desaparecido. Feliciano ha venido a supervisar la traducción francesa para Gallimard de su libro sobre el saqueo nazi de grandes obras europeas. Bajo las órdenes directas de Hitler y de un equipo conformado por Hans Posse y Otto Kümmel, con la participación de Goering, los nazis reunieron miles de obras de arte destinadas a ensalzar la gloria del Reich. Si al entrar en París, los nazis robaron a los millonarios judíos sus colecciones personales, las piezas vanguardistas de estos no les interesaban, sólo servían para ser puestas a la venta y recaudar fondos. En estos mismos días, en el moderno centro Georges Pompidou se realiza la retrospectiva sobre el gran movimiento de vanguardia: el indefinible Dadá. París lo entrona y lo pone por todo lo alto. La exposición está ubicada en el sexto piso del Pompidou, donde se tiene una de las mejores vistas de la ciudad gracias a la arquitectura en ventanales del edificio erguido en el barrio de Le Marais. Se ubican, por encima de sus referentes clásicos, los que cotizaban los nazis, estas obras surgidas de un pequeño café de Zúrich a comienzos del siglo XX y que, hoy en día, no alcanzarían las cifras astronómicas de otras obras de arte. De hecho, lo que más llama la atención en la exposición es la abundancia de folletos, manuscritos, collages –Dadá fue, sobre todo, una rebeldía escrita- pero ninguna obra que por su formato tenga un valor comercial exorbitante, si descontamos algún cuadro de Grosz, Max Ernst o De Chirico que ocasionalmente aparecen en las cuarenta pequeñas salas que conforman la exposición. No sé si Feliciano llegó a visitar el Pompidou. Puertorriqueño de nacimiento, vivió treinta años en París, donde inició su investigación, y ahora reside en Nueva York. Le interesa también la música y con nostalgia comprueba que la llegada de la salsa a París es una señal de decadencia musical, el final de una época de esplendor que comprobamos cuando en una de las discotecas latinas emblemáticas de Montparnasse, La Pachanga, el reguetón ha entrado con bombos y platillos para destronar a la antigua reina de los ritmos latinos. De manera que en París se pone por todo lo alto el movimiento de vanguardia más importante del siglo XX, pero por todo lo bajo y ancho de sus calles resuena una canción como “Pobre diabla”. En esta polaridad se refleja lo que ocurre en Europa. Una tensión entre diferentes mundos que están inevitablemente relacionados y que ya no saben de largas transiciones de validación. Probablemente a los músicos franceses que fusionan ritmos árabes, africanos y puertorriqueños no les interesa saber que por encima de ellos sobrevuela la provocación de esos artistas que en las primeras décadas del siglo XX querían sacudirse los convencionalismos del arte europeo. Los latinoamericanos, más que sacudírselos, siguen tomando de ellos lo que les resulta sugerente y lo fusionan todo. No es gratuito entonces que haya sido un puertorriqueño como Feliciano quien haya puesto el dedo en la llaga sobre un asunto poco estudiado como el saqueo artístico nazi para sus fines propagandísticos. Y es que en nuestro mundo ya no es posible la mentalidad en compartimentos estancos, sino la curiosidad por observar y exponer estos canales subterráneos que unen extremos aparentes. La visibilidad y renombre de una exposición como la de Dadá pone en evidencia otros fines propagandísticos del París de hoy, pero también esconde enigmas que siempre nos conciernen. Y enigma es el de una de las piezas que más me llamó la atención en la exposición.
Protegido por una vitrina, hay un bulto envuelto con una gruesa tela gris. Está atado con cuerdas. El público observa el bulto y trata de descifrar lo que contiene. Muchos pasan de largo. Otros se detienen y creen reconocer en las formas que se insinúan, una máquina de coser y un paraguas. Y estos dos objetos no son otra cosa que la metáfora que los surrealistas tomaron de uno de los Cantos de Maldoror de Lautréamont como emblema para su movimiento: el de la belleza inaudita del encuentro de objetos inesperados. Es como si esas cuerdas esperaran a ser desatadas para mostrar el misterio que oculta la tela. Mentalmente tomo uno de los extremos de la cuerda y abro el envoltorio: Lautréamont fue el seudónimo de un misterioso poeta uruguayo -otro emigrante, otro sudaca- que abrió la mirada a la vieja Europa con su deslumbrante obra poética. En un tiempo distinto, los ritmos y las letras implacables del reguetón sacuden la conciencia cargada de tradiciones de los parisinos y de la horda de visitantes que descubrimos los vasos comunicantes, cada vez más rápidos y amplios, de nuestra época. Y quizá aquí sigue vivo ese espíritu de los encuentros fortuitos que un movimiento como Dadá puso de relieve como condición de la belleza contemporánea, y que parece estar más activo en las calles de América Latina, en su diáspora mundial, que en las clasificadas salas del Georges Pompidou.
Octubre 2005
Protegido por una vitrina, hay un bulto envuelto con una gruesa tela gris. Está atado con cuerdas. El público observa el bulto y trata de descifrar lo que contiene. Muchos pasan de largo. Otros se detienen y creen reconocer en las formas que se insinúan, una máquina de coser y un paraguas. Y estos dos objetos no son otra cosa que la metáfora que los surrealistas tomaron de uno de los Cantos de Maldoror de Lautréamont como emblema para su movimiento: el de la belleza inaudita del encuentro de objetos inesperados. Es como si esas cuerdas esperaran a ser desatadas para mostrar el misterio que oculta la tela. Mentalmente tomo uno de los extremos de la cuerda y abro el envoltorio: Lautréamont fue el seudónimo de un misterioso poeta uruguayo -otro emigrante, otro sudaca- que abrió la mirada a la vieja Europa con su deslumbrante obra poética. En un tiempo distinto, los ritmos y las letras implacables del reguetón sacuden la conciencia cargada de tradiciones de los parisinos y de la horda de visitantes que descubrimos los vasos comunicantes, cada vez más rápidos y amplios, de nuestra época. Y quizá aquí sigue vivo ese espíritu de los encuentros fortuitos que un movimiento como Dadá puso de relieve como condición de la belleza contemporánea, y que parece estar más activo en las calles de América Latina, en su diáspora mundial, que en las clasificadas salas del Georges Pompidou.
Octubre 2005
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