martes, marzo 28, 2006

¿Cuánta patria necesita un novelista?

Debo mi título a la variación de uno de Jean Améry. El ensayo del escritor judío, “¿Cuánta patria necesita un ser humano?” está incluido en su libro Más allá de la culpa y la expiación. Donde él decía «ser humano» yo he puesto la palabra «novelista». La conclusión de Améry, que dejó atrás su nombre alemán y adoptó seudónimo francés, era más compleja que su respuesta concreta: el ser humano necesita mucha patria. Era más compleja su conclusión porque a Améry no le interesaba la cantidad y porque partía de un tipo de reflexión diferente: no era una divagación intelectual de protocolo filosófico o académico. Su reflexión era un problema vital a resolver. Él sostenía que en determinado tipo de reflexión, donde el «yo» debería haberse evitado por completo, era precisamente aquel «yo» el que se constituía como el único punto de partida útil. Quisiera que estas palabras, a partir de ese recurso al yo, a un «yo» de autor, fueran útiles. Al menos por contraposición o equilibrio frente a la "inutilidad" que considero tiene la novela. Una novela es inútil si se la lee entendiendo que su naturaleza es la del juego. Y los juegos, a su manera, sabemos que son inútiles, pero no por eso dejan de ser menos importantes. Por lo tanto queda planteada una contradicción: ¿qué importancia tiene para algo inútil como la novela, algo tan importante y "útil" como una patria? ¿Se corresponden o no? ¿O no será que las patrias no son tan importantes y las novelas sí? Parte del trabajo del novelista consiste no sólo en lograr las palabras precisas sino en aclarar y reordenar la parte vital que nutre a esas palabras, en separar lo dicho de un cómodo y acogedor sistema de ideas reconocido —donde las palabras se duermen— para pasar a una propuesta individual y personal en la que, quisiera, se despierten. Es por esto que debo recurrir a cierto tipo de experiencias y anécdotas. Más que demostrar quiero exponer ciertas situaciones y ciertas palabras desde la experiencia de un escritor ecuatoriano.

A la pregunta ¿Cuánta patria necesita un novelista? la he rondado no sólo los últimos diez años que llevo viviendo fuera de Ecuador, sino incluso antes. Y creo que antes, cuando vivía en Ecuador, estaba mucho más en el extranjero de lo que estaría después, porque no me identificaba en absoluto con lo que podía leer de nuestra literatura, con contadas excepciones, y menos aún con la expectativa que se tenía (o que yo tenía) de lo que podía o debía escribir un autor ecuatoriano. Había empezado a descubrir el juego de las identidades: una vez abierto este juego se fragmenta hacia el infinito, y no me encontraba a gusto en ninguno de sus piezas, quizá porque creía que debía hacer equilibrios en una sóla de ellas. Con frecuencia, olvidamos que un escritor es el resultado de una forma específica en la que éste adquiere conciencia de las palabras. Esto es visible en el caso de los poetas, pero pasa desapercibido en los narradores, donde es más tardía la maduración y en cuya obra son más notorios la trama, el discurso, los personajes y las anécdotas que relata. Es una obviedad que se olvida o desmerece, pero el lenguaje también está en las novelas, éstas son puro lenguaje, pero por un reduccionismo que se suele aplicar a la novela no se le da preeminencia a su indiscutible visibilidad lingüística, pero sí a sus referentes, y todavía más a la ideología de su recepción.

La manera por la que adquirí una cierta idea de los matices de la lengua fue doble: aunque nací en un puerto tropical como Guayaquil, donde el lenguaje tiende a reblandecerse y luego abrirse para estallar con violencia, escuchaba el acento cuencano de mi padre con ese cantado o cantadito, que moldeaba de otra manera las palabras, y que por eso mismo mostraba, en un mismo tiempo y lugar, la otra cara de la palabra. Por otra parte, la relación con la lengua se producía no sólo por la fonética sino por la diferencia idiomática que descubría en el italiano originario de mi madre. Ella aprendió a hablar español, mal que bien, recién a los treinta años, que fue cuando llegó a Ecuador. De manera que mi escenario era triple: dos variantes de habla española y una lengua materna distinta. El asunto se terminó de complicar cuando fui a vivir a Quito y adquirí una cuarta experiencia de habla: la quiteña. Adquiridas esas experiencias, durante una larga temporada en Italia, escuché repentinamente un comercial de televisión con música caribeña y las palabras me deslumbraron. También ocurría a la inversa, me emocionaba cuando leía en Guayaquil alguna página en italiano o escuchaba una canción de, digamos, Antonello Venditti o Zucchero. Como habrán sospechado, no consideraba ese bilingüismo como una oportunidad, aunque tenía momentos de esplendor. Simplemente no lo consideraba: me adaptaba a la situación. En realidad, me determinó, hizo más problemática mi relación con el español.

Cuando viví en Quito, mi manera de hablar «guayaquileña», aunque infiltrada por variantes, produjo de inmediato una clasificación: pasé a ser «mono» (que es la manera serrana vulgar de denominar a los costeños). La palabra era rígida, como la ideología que la sostenía. Yo era, sin matices, «mono». Lo curioso vino después, después de vivir dos años en Quito, en los que adquirí cierto dejo y cierto vocabulario específico del lugar, porque al volver a Guayaquil, me encontré con que el «mono» pasó a ser «norro» (que es o era la manera costeña vulgar de denominar a los serranos). Años después, cuando fui a vivir a Lima, no sólo dejé de ser «norro», sino que volví a ser «mono», pero no por ser guayaquileño, ya que allá en Perú la expresión se usa para todo ecuatoriano. Dije que la identidad es un juego que se fragmenta hacia el infinito. Pues bien, en cualquier lugar del mundo, para la mayoría de personas pasamos como españoles porque hablamos esta lengua.

Siempre he sospechado de las declaraciones de que la verdadera patria de un escritor es su lengua. Qué patria, qué hogar, cuando el habla, lo coloquial no servía y no sirve de refugio, sino de marca, de delimitación, de frontera permanente. ¿Permanente? Edmond Jabès sabía muy bien que esto no es así cuando decía que tener lugar es alegar un exilio demasiado largo. Hay personas que se sienten cómodas y que no se cuestionan la ubicación en determinado cubículo o ficha de la lengua: tienen lugar. Está bien que sea así: sólo hay una lengua en la que sentimos una declaración de amor o un insulto. Pero, ¿y si hubiera dos o tres lenguas? Y si el juego de la identidad, como hemos dicho, se abre al infinito, ¿no es posible entonces que haya más palabras? ¿No es posible entonces creer que el lenguaje tiene un asidero provisional en la realidad? ¿No es necesario entonces seguir sospechando de la confianza en un sentido unívoco del lenguaje? ¿Dónde empieza y termina el límite? ¿Cuándo concluye su acción? No hablo de la vida cotidiana, ni esto es un manual para sobrevivir en el extranjero, ni para construir identidades nacionales. Hablo de la realidad de la novela, una realidad específica diferenciada a partir de la lengua que utiliza quien la escribe.

Cuando empecé a escribir cuentos me incomodaba utilizar determinadas locuciones de Guayaquil o de Quito porque sentía implicadas en ellas historias que no me interesaba abordar en ese momento en lo literario, así como hay expresiones italianas o cuencanas que para mí no tenían el suficiente alcance. ¿Por qué debía estar obligado a utilizar una de ellas? Y si no las utilizaba, ¿por qué se debía sospechar de su ausencia? Me preguntaba: ¿dónde está ese supuesto guardián? ¿Tiene nombre? ¿Existe? No. No hay guardianes, diría cualquiera. Aunque nunca falta quien asuma ese papel. Pero sí que hay guardianes, y son inesperados aunque parezcan inofensivos. Veamos alguno de sus rostros.

El escritor norteamericano Paul Theroux realizó un monumental viaje por Latinoamérica y lo detalló en su libro El viejo expreso de la Patagonia. Hacia la mitad del libro, narra su paso por Quito y el encuentro que tuvo con tres escritores ecuatoriano: Icaza, Benjamín Carrión y Alfredo Pareja Diezcanseco. A Theroux le sorprendió que Icaza dijera que, para escribir Huasipungo, había tenido que “inventar un lenguaje” e “inaugurar una tradición” (lo cual nos debería advertir que las pretensiones de parricidio no siempre son precisamente originales). Icaza también añadió que había dejado de leer literatura norteamericana y que el último escritor norteamericano -para susto de Theroux- era John Steinbeck. Pareja, a su vez, dijo que el inconveniente de los escritores estadounidenses era que siempre se identificaban con la política de su país, y que como no encontraba nada interesante en la política estadounidense, encontraba poco gratificantes los libros. Theroux le advirtió que las buenas novelas estadounidenses se alejaban bastante de la política, pero Pareja añadió que para él las dos cosas —literatura y política— le parecían lo mismo. A Theroux, que no es nada políticamente correcto, no le quedó más que replicar con una pregunta: «¿No estará confundiendo el cazador con el zorro?».
Lo que Theroux no les confió fue que una de sus expectativas para el final de su viaje era encontrar a Borges en Buenos Aires. Les preguntó qué opinaban de él. «No, no, no —dijo Icaza», a lo que Theroux replicó: «Borges dijo que la tradición argentina era el conjunto de la cultura occidental». «Borges se equivoca —dijo Carrión», y añadió Icaza: «No tenemos demasiada buena impresión de Borges». Cuando finalmente Theroux se encontró con Borges en Buenos Aires, no aludió a la opinión de los tres escritores. Sólo señalaré que al detallarle Theroux que le habían dado el premio Nobel a Steinbeck, Borges dijo: «No lo puedo creer».

Pero hay más guardines sutiles. A comienzos de 2001, en una pequeña librería de Ginebra, uno de los asistentes a la presentación de una novela mía, me preguntó si estaba escribiendo otra novela y si, a diferencia de la anterior, que trascurría en Roma, esta tenía a Ecuador por escenario. Cuando respondí dije que sí, que esta vez mi próxima novela trascurría en Ecuador. Suspiro de alivio. Aquí no ha pasado nada. Pasaba mucho para mí. La novela de la que me anticipé a decir que transcurre en Ecuador, tampoco transcurre en Ecuador. O quizá sí. O probablemente transcurra en algo parecido a Ecuador. Incluso es bastante probable que la Roma de mi novela anterior sea una ciudad ecuatoriana, o peruana.

Es mejor, en cualquier caso, que la palabra permanezca no pronunciada, o que del silencio cuestionador brote una palabra distinta. No es solamente un juego de palabras, sino cómo me suena tal o cual palabra o tal lengua, porque en el ámbito de las palabras y del hablar o escribir van en juego muchas cosas. La identificación por patria o por un lenguaje dado siempre debe cuestionarse porque puede acarrear peligros de distinta índole. Lo haré visible con una experiencia nada agradable que trastocó mis puntos de vista. Cuando viví en Lima estalló un capítulo más, espero que el último y final, del conflicto bélico entre Ecuador y Perú. Al llegar a Lima tuve que desactivar el peso negativo que los ecuatorianos (otra vez la ideología) atribuían genéricamente al «peruano», entendido como enemigo. Encontré gente maravillosa en Lima. Pero nadie es inocente. También allá, cuando empezó el conflicto, yo —que me precio de no ser nada nacionalista— pasé a ser el «ecuatoriano» en sentido negativo. Mis buenos amigos peruanos seguían siendo mis amigos, pero los apenas conocidos se volvieron suspicaces, casi no era recomendable presentarme. Era lo involuntario y no elegido, por encima de un individuo: una patria, una palabra, me marcaba. Fue grave cuando un día, mientras estaba en una larga fila haciendo un trámite en un ministerio, escuché que comentaban las últimas bajas del ejército peruano y que renegaban de los ecuatorianos. Era comprensible: lamentaban sus muertos. Y en medio de ese grupo, estaba yo. ¿Qué debía decir? ¿Debía decir aquí me tienen, soy ecuatoriano, tengo patria? ¿Tomen mi gentilicio y despedácenlo? ¿O debía hacer el equilibrio definitivo sobre uno de esos fragmentos de identidad? ¿Debía mimetizarme con ellos y asentir a lo que decían? No hice nada de eso. Me quedé callado. No había palabra que valiera la pena, pero tampoco había gestos de aceptación, tampoco había huida (¿quién podría hablar del escudo de Arquíloco en una reunión de patriotas?). Como una especie de dilema zen: la palabra y el silencio no servían.

Sabía que el lenguaje, y sobre todo la identidad que este confiere, es una trampa, y la patria declarada, en cuanto lenguaje, en cuanto palabra sin individuo, también lo es cuando está en juego la vida. Y el lenguaje, en este sentido, puede hasta no importar. Precisamente sobre ese silencio, sobre esa espera de reacción frente a una palabra impuesta, era de donde podía surgir una comprensión distinta y una palabra distinta. No dije nada en ese momento. Ya vendría el momento de entender, el momento de las palabras, de otras palabras. Vendría después, en esa aparente novela extranjera que publiqué poco despúes y en la que no aparece ningún ecuatoriano, ningún paisaje ecuatoriano, ningún evidente coloquialismo ecuatoriano pero en la que se habla de esa otra forma de destierro frente a las imposiciones y trastocamientos del lenguaje y las ideologías. En este sentido no sólo basta que una ficción reordene el mundo recibido sino que incluso dude de su reordenamiento. ¿Por qué no dudar entonces de su escenario? En el centro de mi novela, a modo de vacío, de posibilidad desarrollada en extremo en mi novela, estaba enclavado ese silencio de mi experiencia con un gentilicio, con una palabra: «ecuatoriano».

Que los lectores determinan el valor y la difusión de un texto, no hay que demostrarlo. Pero que los escritores deben crear a sus propios lectores, es lo que se debe demostrar siempre. Entre los lectores establecidos por una tradición y los nuevos lectores por inventar, se tiempla la cuerda sobre la que escribimos. Si uno de los dos extremos no está firmemente fijado, no hay tensión. Cuando hace unos años, yo aludía a eso que llamo el síndrome de Falcón, es decir, esa carga explícita o velada por querer o deber representar al país que los escritores ecuatorianos llevan o llevaban en los hombros, como el Falcón de carne y hueso que cargaba al escritor Joaquín Gallegos Lara, se supuso que yo estaba reivindicando el rechazo de temas locales. Lo que sí señalaba es que en las últimas décadas del siglo XX, y con algunas excepciones anteriores, la novela ecuatoriana venía rechazando tímidamente lo que de reduccionista tiene un localismo y un folklorismo mal entendido, como también se ha ido desprendiendo de una dependencia excesiva a cumplir con esa carga política —más o menos velada— que parece haber sido la herencia de generaciones bien intencionadas: es decir, la que hace de la novela algo útil. Ese síndrome de Falcón, lamentablemente, volverá a aparecer cada vez que alguien homologue el mundo de la ficción con el mundo real. O mejor dicho: que se someta la ficción literaria a propósitos ajenos a ella. Así lo que se pierde son las posibilidades ficcionales de la novela. Y es que tal síndrome, en lo que tiene de negativo, cierra puertas más que abrirlas.
Todo lo anterior me lleva a otras preguntas. ¿Qué ocurre en un contexto específico, como el de Ecuador o de cualquier otro país de la periferia occidental, cuando un autor, del tipo que sea, con el tema y el estilo que sea, pretende salir de esa expectativa? ¿Salir de una expectativa interna como externa? La mayoría de editoriales europeas y norteamericanas se guía por el correlato entre la nacionalidad de su autor y su tema. Ocurre que esa excepción exige la creación de nuevos lectores. Se produce, sin ningún tipo de pudor ni pacatería ni sentimentalismo, una relectura cabal de la tradición, y que por más necesidad de patria o de identidad que se tenga, en novela no se puede anteponer un proyecto (o un pudor) nacional a la historia de la novela, cuando lo que va de por medio es el alcance y el logro de una empresa literaria, y cuando el espectro de nuestra lengua es plurinacional y global. No pidamos que la luz ilumine sólo cierta parte del mapa porque la luz, como decía Jünger, no cae donde queremos que caiga.
En el fondo de esta cuestión está implicada una discusión en torno a la elemental, por ingenua, necesidad humana de la mímesis. En este sentido, la novela, la gran novela contemporánea, es aquella que es consciente de haber superado las imposiciones de un enfoque de la mímesis —la de simple imitación, como advierte Tatarkiewicz— aunque juegue con ella, aunque ironice recurriendo a sus procedimientos. Y lo que hace contemporáneas a las grandes novelas del pasado, lo que ahora las rescata, es que contaran con esta cualidad de juego con lo mimético, de allí que importe poco lo bien o mal que describan una ciudad, una cultura o un país. La gran novela no denuncia ni descubre la realidad, la trastoca, e incluso la rechaza. Con razón señalaba Somerset Maugham que para conocer a un país a través de su literatura hay que recurrir a autores de segunda línea. El Chicago de Saul Bellow, la Jerusalén de Stratis Tsirkas, la Oxford de Javier Marías, la Barcelona de Vila-Matas o la ciudad de México de Roberto Bolaño, entendámoslo bien —por los lectores que vamos a inventar—, no son las ciudades que suponemos. Son lugares impuestos por novelas magistrales de esos autores, de la misma manera que se imponen ciudades imaginarias como la Orsenna de Julien Gracq o la Ardis de Nabokov. Wallace Stevens lo dijo de manera insuperable: «la creencia definitiva es creer en una ficción a sabiendas de que lo es, fuera de la cual no existe nada más» y que «la verdad exquisita es saber que es una ficción y que uno cree en ella de buen grado». Es decir, no leemos y escribimos novela para conocer una parte de la realidad (en esto, la novela es inútil, cada vez más), sino para ampliar nuestra percepción y desconfiar de una sola realidad. Sin embargo, sólo entonces, gracias a esa puesta en paréntesis, podemos empezar a conocer mejor la realidad.
Decía Todorov que uno de los aprendizajes de un hombre desplazado, que vive alguna forma de exilio, consiste en «dejar de confundir lo real con lo ideal, la cultura con la naturaleza». La experiencia de la literatura, aún del escritor que no se mueve de su casa natal, es llegar a este extrañamiento. El lenguaje sólo tantea una aproximación, y ese tanteo debe ser el absoluto del escritor, y no aquello que puede tantear o tocar. Sobre cuánta patria se necesita, la respuesta, entonces, va en otro sentido. Lo que se necesita es dejar atrás la manida búsqueda de raíces, esa forma subterránea de irse por las ramas, que decía Bergamín. Esta escisión en la que un novelista vive su condición de desplazado frente a una cierta realidad (o patria) de base, no tiene que ser un elemento de esquizofrenia sino de ventaja. En un comienzo pensé que esta escisión —visible en el lenguaje— era una limitación porque yo tenía un tercio o media patria. Pero más que un límite es una oportunidad. No la dimensión del apátrida, sino el de la imaginación, verdadero territorio del escritor. La novela hará de puente entre ellas, no estará imantada a una realidad que se da por sentada, que se puede volver porosa, innane, yerta, no porque sea limitada en sí, sino porque pretende ser restrictiva. O algo peor: pretenciosamente nacionalista. Con otros espacios, se empujará a la novela a tender rendes, a construir planos, a establecer armazones sólidas que la liberen de rígidos mundos ideológicos al permitir que se deslicen por ella. La noción de patria no es una noción literaria, aunque se pretende entender a ésta por la otra. Buena parte de la tradición de pequeños países ha pretendido serlo, por lo que no hay que dejar de distanciarse de ella, e ironizar al respecto. A fin de cuentas, como decía la poeta Marina Tsvietáieva: "Orfeo hace estallar la nacionalidad".

Pienso en el caso de Ecuador, ahora que hay cientos de miles de ecuatorianos en el extranjero, entre sus hijos que llegan o nacen a otras lenguas en Milán, París, Zürich, Barcelona o Nueva York, seguramente estará saltando esa conciencia de la lengua. Se fusionará, se mezclará, se escindirá. Imre Kertész dijo que la conciencia escindida no es una enfermedad, sino más bien salud, y que ese sentimiento de desamparo probablemente es el estado moral en que podemos ser más fieles a nuestra época. No le falta razón. Y no se trata de hacer un drama. Me resulta particularmente insufrible la nostalgia pro patria, heredera viejísima de esa tradición en la que Ovidio canonizó su expulsión de Roma. Prefiero la otra tradición, la del pensamiento estoico, que encuentra en el exilio, y por extensión en las formas de extrañamiento, una oportunidad de conocimiento, una ocasión para seguir nuestro aprendizaje. Precisamente por eso conviene llevar a cabo la ficción de nuestra tradición: su extrañamiento. No borrarla ni ensalzarla a ciegas, insisto, sino releerla, digerirla, distanciarnos y acercarnos y volver a distanciarnos de ella, de la misma manera que lo haríamos con otras tradiciones. Sospecho que así se pueden crear nuevos lectores con nuevas obras.

Sibila (España), enero de 2006


Postdata con dos citas:
1. Cuando hemos perdido el sentido de la patria, buscamos los mundos lejanos que nos ofrece la aventura. Jünger, Sobre los acantilados de mármol.
2. Deseo otra frontera por salvar, otro nacimiento por acometer, y me precipito hacia lo que no conozco y a lo que soy extraño, como hacia una patria ignorada o como si, volviéndome a toda prisa, evaluara un mar que crece y del que huyo. Quignard, Vida secreta.