La tentación del traductor
La bibliografía sobre el conflicto entre Occidente y el Islam es vasta e imparable. Desde recopilaciones de textos periodísticos como la monumental y rigurosa La gran guerra de la civilización, de Robert Fisk, hasta el polémico y criticado El choque de las civilizaciones de Huntington, o el testimonio de nativos como el novelista pakistaní Tariq Alí con El choque de los fundamentalismos, o el más leve y correcto Identidades asesinas de Ammin Maalouf, entre tantos otros. Sin embargo, quisiera sugerir por brevedad y estilo el del filólogo alemán Stefan Weidner (1967), Tentaciones mahometanas (Lengua de trapo, 2005). Este ensayo narrativo apenas sobrepasa las doscientas páginas, pero en él nada sobra, salvo la sensación de que quisiéramos seguir leyendo más de su perspectiva. Sin pretensiones de totalidad, Weidner hace uno de los recorridos más interesantes al combinar experiencia personal y una gran capacidad expresiva. No he mencionado gratuitamente su nacionalidad ni su formación filológica. Weidner la explota con un sesgo peculiar: la mirada crítica de un descendiente de la conciencia de culpa de la abominación nazi, de alguien en quien resuena la estrategia retórica de la remota reforma contra el dogma de la iglesia católica y, al mismo tiempo, la sensibilidad de un filólogo de la tradición filosófica germana. Weidner, islamista y traductor de Adonis y Mahmud Darwish, también es un escritor con imaginación y estilo literario. Una de las mejores páginas de su libro es el ejercicio de traducción de una sola frase del místico árabe Ibn Arabí: “Lo posible deja un sabor en el ser”. La traducción no literal que propone para Occidente debería ser “Lo imposible deja un sabor en el ser”. Sólo con esto Weidner señala el propósito de su libro: traducir de la manera más dialogada su experiencia en el mundo árabe, y lo hace con los riesgos que esto implica: señalando su pasión orientalista y, al mismo tiempo, los desencantos y la perplejidad por la otra cultura y la propia. En esta dinámica de traducción algo muere y se oculta pero también algo nace y se aporta. Weidner ejerce de infiltrado escéptico en el espacio islámico y hace el mayor de los esfuerzos posibles para dirigirse a dos públicos simultáneos: Occidente y Oriente. Lo intenta, pero se da cuenta de su fracaso, y en el fracaso cosecha la comprensión de los límites. En su libro registra tres momentos en los que tuvo que impartir conferencias, las mismas que incluye en su versión final aunque dentro del marco de la narración de sus viajes. Por una parte está su público original (islamista) que escuchó su conferencia y, por otra, el público final (occidental) que lee lo escrito. El autor describe el contexto donde las imparte, la tensión por las reticencias frente a lo que debe decir en aras de una comprensión simpática pero también crítica, así como las reacciones de su público, los silencios frente a lo que ha dicho, y es entonces cuando sus conferencias dan un giro, porque no mantiene sus ideas en un contexto aséptico, sino que se sumerje en la recepción de un público particularmente sensible, donde se pone de relieve la importancia del uso de ciertas palabras y alusiones. Weidner registra y traduce para cada público y somete el mundo bifronte al que se dirige a esa doble tensión. Es decir, podemos ver su proceso de conciencia, de allí que Tentaciones mahometanas no sea sólo una investigación periodística o un ensayo abstracto, sino un ensayo narrativo en toda la amplitud y ventaja de los términos.
En un ejercicio de distanciamiento, Tentaciones mahometanas se abre con el relato en tercera persona de un adolescente de diecisiete años que, en Argelia, sacrifica lo poco que le queda de dinero para comprarse su primer ejemplar del Corán. Años después, narrando en primera persona, un Weidner ya maduro cumple una serie de visitas a Beirut, Ánnaba, El Cairo, Damasco, Aleppo, Maalula. En un capítulo ambientado en Beirut retoma la tercera persona y conversa con una bailarina libanesa educada en Alemania. Esta vez se encuentra con el tópico descreído de la existencia del holocausto, ahora popularizado mundialmente por las declaraciones del ultraconservador presidente iraní, Mahmud Ahmadineyad. Y no narra mucho más el autor, sino que reflexiona a partir de lo seleccionado. Lo dicho: Weidner no busca abarcar la totalidad del mundo islámico, a la manera acumulativa y voraz de Fisk, ni siquiera aborda los países más radicales, sino algunas rutas que su experiencia le ha permitido a lo largo de casi veinte años. Que veinte años de diálogo con la cultura islámica se resuman en doscientas páginas quizá nos pueda saber a poco. Pero no lo es en este caso. Wiedner ha dado con una concisión que se agradece y lo ha logrado en un estupendo y refinado ensayo que no abulta en datos innecesarios y que aprovecha de todas las distancias del estilo para no consumirse en una fiesta de buenas intenciones o de acumulación del periodismo pop. Este procedimiento convierte su observación en una plataforma para dar una perspectiva escorzada de un ámbito inasible para un occidental y muy matizado dentro de la diversidad árabe: le permite profundizar y agotar el hito que selecciona. Memorable es el recorrido por la región de las “ciudades muertas” al norte de Siria, donde visita los restos de las columnas de los estilitas, anacoretas que hace mil quinientos años subían a tales columnas y se afincaban allí como modelos de santidad. Santidad y fe que son abordadas como una raíz común para árabes y occidentales.
La conclusión evidente de Weidner es que no hay una salida racional en el conflicto de estos dos mundos. O mejor dicho: que la única salida posible es el encuentro personal de sus protagonistas, suerte de ecumenismo vivencial que revele las complejidades en las que se mueven las grandes ideas de concepciones irreconciliables. Occidente se basa en la disolución de una fe cristiana y católica, y el Islam edifica sobre una fe radical y proliferante, aunque algunas de sus edificaciones sean laberintos de delirio, como la que el autor encuentra conversando en El Cairo con los reformistas de la universidad de Ázhar. De manera que son muchas las tentaciones mahometanas de las que da cuenta Weidner, y varios los sujetos: el mismo autor -un alemán que no se reconoce en su país ni en un Occidente radicalizado por su dispersión identitaria- que se acercó al mundo árabe por su vocación lingüística y cierta fascinación exótica, y los jóvenes árabes que -también temerosos de esa dispersión globalizadora- se entregan a una fe asequible y, en muchos casos, instigados por las alas más radicales a un fanatismo suicida exacerbado por células extremistas y por la injerencia extranjera en sus países y la complicidad e indolencia de Estados Unidos y Europa por la impunidad del gobierno israelí en sus acciones contra los palestinos. Pero quizá la tentación más llamativa que refleja el caso de Weidner es la inconfesada envidia de Occidente por valores realmente vitales anulados por una hiperracionalidad que también arrastra a otras formas de suicidio y a la incomprensión del otro. Incomprensión llevada a cabo por ambos mundos, y que en su simplificación vuelve inconciliables sus contenidos, y frente a los que sólo un ejercicio cuidadoso de la palabra puede reforzar vías de convivencia y no de doblegación del contrario. Esta es la visión de un filólogo que cifra en el ejercicio de traducción un camino para salir del desierto de este choque de discursos fundamentalistas: los de la razón y la fe, y el de sus respectivas ausencias.
Letras Libres (España), mayo de 2006
En un ejercicio de distanciamiento, Tentaciones mahometanas se abre con el relato en tercera persona de un adolescente de diecisiete años que, en Argelia, sacrifica lo poco que le queda de dinero para comprarse su primer ejemplar del Corán. Años después, narrando en primera persona, un Weidner ya maduro cumple una serie de visitas a Beirut, Ánnaba, El Cairo, Damasco, Aleppo, Maalula. En un capítulo ambientado en Beirut retoma la tercera persona y conversa con una bailarina libanesa educada en Alemania. Esta vez se encuentra con el tópico descreído de la existencia del holocausto, ahora popularizado mundialmente por las declaraciones del ultraconservador presidente iraní, Mahmud Ahmadineyad. Y no narra mucho más el autor, sino que reflexiona a partir de lo seleccionado. Lo dicho: Weidner no busca abarcar la totalidad del mundo islámico, a la manera acumulativa y voraz de Fisk, ni siquiera aborda los países más radicales, sino algunas rutas que su experiencia le ha permitido a lo largo de casi veinte años. Que veinte años de diálogo con la cultura islámica se resuman en doscientas páginas quizá nos pueda saber a poco. Pero no lo es en este caso. Wiedner ha dado con una concisión que se agradece y lo ha logrado en un estupendo y refinado ensayo que no abulta en datos innecesarios y que aprovecha de todas las distancias del estilo para no consumirse en una fiesta de buenas intenciones o de acumulación del periodismo pop. Este procedimiento convierte su observación en una plataforma para dar una perspectiva escorzada de un ámbito inasible para un occidental y muy matizado dentro de la diversidad árabe: le permite profundizar y agotar el hito que selecciona. Memorable es el recorrido por la región de las “ciudades muertas” al norte de Siria, donde visita los restos de las columnas de los estilitas, anacoretas que hace mil quinientos años subían a tales columnas y se afincaban allí como modelos de santidad. Santidad y fe que son abordadas como una raíz común para árabes y occidentales.
La conclusión evidente de Weidner es que no hay una salida racional en el conflicto de estos dos mundos. O mejor dicho: que la única salida posible es el encuentro personal de sus protagonistas, suerte de ecumenismo vivencial que revele las complejidades en las que se mueven las grandes ideas de concepciones irreconciliables. Occidente se basa en la disolución de una fe cristiana y católica, y el Islam edifica sobre una fe radical y proliferante, aunque algunas de sus edificaciones sean laberintos de delirio, como la que el autor encuentra conversando en El Cairo con los reformistas de la universidad de Ázhar. De manera que son muchas las tentaciones mahometanas de las que da cuenta Weidner, y varios los sujetos: el mismo autor -un alemán que no se reconoce en su país ni en un Occidente radicalizado por su dispersión identitaria- que se acercó al mundo árabe por su vocación lingüística y cierta fascinación exótica, y los jóvenes árabes que -también temerosos de esa dispersión globalizadora- se entregan a una fe asequible y, en muchos casos, instigados por las alas más radicales a un fanatismo suicida exacerbado por células extremistas y por la injerencia extranjera en sus países y la complicidad e indolencia de Estados Unidos y Europa por la impunidad del gobierno israelí en sus acciones contra los palestinos. Pero quizá la tentación más llamativa que refleja el caso de Weidner es la inconfesada envidia de Occidente por valores realmente vitales anulados por una hiperracionalidad que también arrastra a otras formas de suicidio y a la incomprensión del otro. Incomprensión llevada a cabo por ambos mundos, y que en su simplificación vuelve inconciliables sus contenidos, y frente a los que sólo un ejercicio cuidadoso de la palabra puede reforzar vías de convivencia y no de doblegación del contrario. Esta es la visión de un filólogo que cifra en el ejercicio de traducción un camino para salir del desierto de este choque de discursos fundamentalistas: los de la razón y la fe, y el de sus respectivas ausencias.
Letras Libres (España), mayo de 2006
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