La obra de arte en la era de la clonación
¿A partir de qué momento es posible hablar de una obra como un conjunto de libros con sentido unitario y progresivo? Juan Rulfo sólo publicó un libro de cuentos y una novela y se trata de una obra férreamente vinculada por la coherencia de su visión y por el progreso de su técnica narrativa. Otros autores pueden publicar decenas de libros y no conseguir ese trayecto consecuente de la noción de obra. Tal trayecto implica progresiones, desarrollos anunciados en las novelas previas, ratificaciones o desvíos de una línea de exploración y, como parte dramática del juego, involuciones.
Si tuviera que señalar dos momentos de notable evolución en la trayectoria de Kazuo Ishiguro señalaría su tercera y cuarta novela: Los restos del día (1989) y Los inconsolables (1995). La primera porque armoniza los recursos digresivos de la memoria que exhaustivamente había creado Ishiguro para sus narradores anteriores –todas sus novelas tienen un narrador protagonista-, y también porque se trata de una provocación paródica. Ishiguro, autor nacido en Japón en 1954 pero radicado desde los seis años en Inglaterra, había escrito dos primeras novelas con temática nipona que despertaron la curiosidad por parte de los lectores occidentales, ávidos de información exótica que confirme sus propios prejuicios. Con Los restos del día se produce un giro hacia una temática inglesa tópica, aunque apropiada con un enfoque original, como la de un mayordomo en la primera mitad del siglo XX y la ambigüedad de alguien responsable frente a su oficio pero no ante su época, todo un conflicto entre las esferas privada y pública. El giro resultó exitoso: la obra de Ishiguro se dio a conocer mundialmente y su novela, que daba todas las facilidades realistas, fue adaptada al cine en una combinación mediática de muchos réditos. Paradójicamente, esto llevó a Ishiguro, de manera también provocadora, y también honesta consigo mismo, a su segundo momento de evolución o, mejor dicho, revolución: Los inconsolables. Novela anticonvencional, antirealista y, por lo mismo, anticomercial, creo que se trata de una de las mayores novelas de la última década del siglo pasado. Para lograr la evolución de su obra Ishiguro apostó por retar a los lectores que habían quedado fascinados por un refinado estilo realista. Planteado tal escenario de exploración radical que lo afianzaba como un “autor de obra”, quedaba por ver lo que ocurriría con sus siguientes novelas. ¿Daría un paso más arriesgado? ¿Es posible esto para un autor insertado en una gran operación literaria como los Young British Novelists, operación también marcadamente editorial?
Aquí es donde el término evolución se matiza con la involución y nos permite comprender que el sistema literario que catapulta también puede ser una valla de contención porque las prebendas terminan generando servidumbres. Su quinta novela, Cuando fuimos huérfanos, volvía a las temáticas inglesas históricas ambientadas en la primera mitad del siglo XX. El recurso antirealista quedaba relegado a ciertos momentos, más bien secundarios, e incluso diría que rozaba el folletín en las peripecias del detective Christopher Banks trasladándose a un Shangai en guerra para buscar los rastros de su madre y perderse en un campo de batalla extrañamente surreal. Las ediciones inglesas de Faber&Faber -editorial de toda la obra de Ishiguro- de esta novela y de la siguiente, Nunca me abandones, no aludieron en sus portadas al tour de force de Los inconsolables. Ishiguro “volvía” a ser el autor de la exitosa Los restos del día. Ahora, con su sexta novela, Nunca me abandones (Anagrama, 2005), se ha dado un paso más, pero a la inversa, en el retorno a las temáticas sensacionales y los tratamientos narrativos que puedan garantizar la recuperación del público perdido en el riesgo literario de Los inconsolables.
Nunca me abandones es la historia de un grupo de jóvenes educado en un peculiar instituto, Hailsham, y que morirán al término de su juventud porque tienen un papel asignado a sus vidas: son clones dispuestos como donantes para una invisible red científica. Los temas, por supuesto, no son la clave relevante de una obra literaria. Lo es la articulación con una forma idónea. En este sentido Ishiguro sigue sosteniendo un gran talento: Nunca me abandones funciona perfectamente como novela, y la melancolía ishiguriana alcanza su cota más alta en una historia de absoluto desconsuelo. La narración de la protagonista, Kathy H., de los años en el instituto Hailsham, de su aprendizaje posterior en las “Cottages” para ser “cuidadora” de otros donantes como ella, y la etapa final de su servicio, articulado en torno a un triángulo amoroso frustrado, es realmente conmovedor. No tanto por el gradual descubrimiento de la atrocidad cometida con seres que teniendo conciencia de sí mismos asumen sin asombro su condición de clones, sino por el deseo de vivir que no pueden cumplir como quisieran porque unos oscuros designios –la manipulación genética y la sociedad que la desarrolla- ya les ha asignado un papel y un tiempo de vida reducido frente al de la humanidad corriente. Para ellos es dramáticamente corta. La lectura es doble respecto al determinismo social: la historia de Kathy H. puede ser la historia de una juventud en una sociedad donde los roles condenan cualquier salida individual. Que una obra se convierta rápidamente en una metáfora inequívoca tiene una ventaja para su recepción pero señala el riesgo de sus limitaciones. Con razón decía Cioran que las obras que se pueden definir son esencialmente perecederas y que las que viven lo hacen por los malentendidos que suscitan.
Como dijimos, los temas no bastan sobre todo si se tienen presentes los títulos anteriores de Ishiguro y sus logros formales. Nunca me abandones responde a las líneas de la novela de formación o bildungsroman, precisamente en su condición lineal. La historia es progresiva, ordenada, a pesar de pequeños giros retrospectivos en comparación con los sofisticados bucles de memoria y evocación de Los restos del día y de las trasgresiones antirrealistas de Los inconsolables. Los narradores de Ishiguro, siempre protagonistas de la historia en curso, pasan, de una obra a otra, de una dinámica de contraste entre el pasado y el presente, a una dinámica de acción. Por este paso precisamente pierden la sutileza de los pliegues y ambiguedades de la memoria como forma de conocimiento y como aparato de evaluación ética. Esto se refleja de forma señalada en el estilo. La historia de Kathy H. no tiene esa ambigüedad de los narradores anteriores que los hacía víctimas y culpables al mismo tiempo, sugiriendo al lector un ejercicio de sutilezas para detectar la fiabilidad de quien cuenta la historia. Kathy H. y el resto de los donantes son directamente víctimas de un destino no elegido. De manera que al lector no le queda mucho por elaborar: en Nunca me abandones lo que tenemos es más el relato de un sufrimiento y no tanto el de una configuración ética o cognitiva, problemática, de la conciencia del narrador protagonista, que es lo mismo que decir la riqueza de la obra de Ishiguro. Esa incertidumbre que dejaban resonando las novelas anteriores luego de leerlas –verdadero campo de acción de la lectura de novelas y de toda obra artística que se sigue desarrollando en el recuerdo- aquí desaparece. Lo que queda es una historia sorprendente, pero sin más. Es decir, queda un tema: el sufrimiento existencial de los clones. ¿Es suficiente? Para un tipo de lector sí, precisamente aquel a quien le preocupan los conflictos de la manipulación genética y al que está novela responde bien. Pero para un lector que busca algo más que el tema, y todavía más para quien haya conocido los logros anteriores de Ishiguro, suena a poco. Quedan restos en Nunca me abandones de la destreza narrativa de Ishiguro, pero, valga la comparación, parecen versiones descremadas de un arte narrativo que está cumpliendo un momento involutivo. Confiemos que estos rodeos, propios del campo de fuerza al que se somete Ishiguro de manera ejemplar, sirvan para abrir nuevos caminos donde quizá se pierda éxito masivo pero para lograr éxitos durables que nos lancen a la perplejidad y al cuestionamiento de toda gran literatura. Una vía intermedia logra, sí, una media mayor de lectores, pero pierde fuerza sobre todo en la trayectoria de un autor que, como pocos, ha sabido asumir retos en una época de pocos riesgos literarios desde dentro de los grandes circuitos editoriales.
Cuadernos Hispanoamericanos (España), julio-agosto 2006
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