martes, septiembre 27, 2011

Amanecer en la orilla desconocida


En una entrevista al cineasta finlandés Aki Kaurismäki por su reciente película Le Havre, ambientada en Francia, el periodista Gregorio Belinchón le planteó la siguiente pregunta: ¿Un estilo está por encima de un paisaje?
Kaurismäki respondió: “Por supuesto, y porque mi humor es el que es.” Ese contrapunto entre estilo y paisaje plantea dos extremos en el que se quiebra, por el humor individual, la supuesta correspondencia entre una obra artística y la realidad tratada. La pregunta de Belinchón pone en crisis ese calco que se suele esperar de un artista cuando aborda un escenario que, supuestamente, tiene atributos incuestionables. Dicho de otro modo: tópicos. Las distintas artes –sean cine, pintura o literatura- son fisuras a lo supuesto, son turbaciones creativas a rígidas correspondencias que no avanzan.

La percepción de la realidad está en constante mutación, sobre todo si viene de un artista. Mientras los espectadores o lectores lo reciben con curiosidad –buscan su humor–, hay quienes se incomodan porque no encontraron la calma de lo previsible. Y nunca faltan argumentos o ejemplos que buscan anular esa mirada excéntrica. Cuando se ha borrado la cercanía de las referencias, o cuando se desconocen los recursos artísticos y las tradiciones que incorpora un artista, siempre se quiere señalar que su obra reproduce un origen. Incluso cuando hay evidencias. Recuerdo que un crítico, John Rothfork, frente a una novela de Kazuo Ishiguro, Los restos del día, ambientada en Inglaterra y con un narrador que era un mayordomo “so british”, no resistió decir que, inspirado en el origen japonés del autor, ese mayordomo parecía un samurái victoriano. Más arduo era decir que quizá el personaje reproducía el humor particular de un autor que, aunque de nombre japonés, había sido educado en Inglaterra, escribe en inglés y es admirador de Jane Austen. Es decir, se quiso ver el estilo en el origen y no directamente el estilo, y menos aún la síntesis de ambos.

Menciono esto porque parece difícil todavía, y quizá sea inevitable, entender que las obras literarias no son reproducciones de la realidad. Este prejuicio funciona todavía en la recepción de las creaciones latinoamericanas en un contexto internacional, y a veces en el nacional. Como si los creadores –pensemos en el cine y la literatura ecuatorianos– todavía tuvieran que saldar cuentas con el retrato región a región, con el fetichismo del habla, en una búsqueda obsesionada por una identidad que, curiosamente, se escapa de las manos en la pura evidencia de los tópicos, y así nada avanza ni se comprende. Habría que alejarse de esas imágenes o jergas o personajes evidentes, y una vez lejos, muy lejos, toparse de bruces con lo que somos, sorprendidos por un rostro que no reconoceríamos de inmediato pero que quizá sea el nuestro, y en el que probablemente se nos vería mejor.

No hay nada más propio que el paisaje de nuestro estilo. Así quizá un día amanezcamos en una orilla desconocida y allí, ante lo inédito, sabremos cómo miramos el mundo y qué nos caracteriza. Entonces podríamos decir que hay una nueva geografía por descubrir y que enriquecerá, con una mirada reforzada, aquella de la que provenimos.


El Universo 27.09.2011


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sábado, septiembre 03, 2011

El escritor aislado y el escritor delincuente


Dice Javier Marías en su artículo de hoy en Babelia, titulado "El escritor aislado", y que reproduce el discurso que dio al recibir el Premio de Literatura Europea del Estado Austriaco, dice, venía diciendo yo, algo que me habría gustado añadir a mi artículo del miércoles pasado, "El escritor como delincuente":
"El escritor -señala Marías- sabe que el país en que nació y la lengua en que se expresa son importantes, pero secundarios, algo hasta cierto punto accidental, azaroso y reversible. Sabe que Proust podría haber existido en italiano o inglés, Lampedusa en español o alemán, Thomas Mann en checo o en sueco, incluso Cervantes en francés o portugués: sabe que la lengua no es más que un vehículo, una herramienta, nunca un fin en sí mismo ni algo sagrado, en modo alguno superior a quienes se valen de ella. No determina nada, o si acaso sólo en los autores "ornamentales", aquellos que en español, por ejemplo, parecen querer oír "¡Olé!" tras cada frase castiza, primorosa o garbosa."
Esto es una afrenta en España, y cuando ocurre algo similar en Ecuador -¿con qué reemplazar el "olé" español, quizás con un "elé" o un "cholito"?- también es un afrenta. No digamos si se habla de tradiciones literarias, uno siempre raro, ajeno, extranjerizante o extranjero, como si uno no hubiera leído la propia tradición y no le debiera cosas pero no las que a otros les gustaría.

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