Amanecer en la orilla desconocida
La percepción de la realidad está en constante mutación, sobre todo si viene de un artista. Mientras los espectadores o lectores lo reciben con curiosidad –buscan su humor–, hay quienes se incomodan porque no encontraron la calma de lo previsible. Y nunca faltan argumentos o ejemplos que buscan anular esa mirada excéntrica. Cuando se ha borrado la cercanía de las referencias, o cuando se desconocen los recursos artísticos y las tradiciones que incorpora un artista, siempre se quiere señalar que su obra reproduce un origen. Incluso cuando hay evidencias. Recuerdo que un crítico, John Rothfork, frente a una novela de Kazuo Ishiguro, Los restos del día, ambientada en Inglaterra y con un narrador que era un mayordomo “so british”, no resistió decir que, inspirado en el origen japonés del autor, ese mayordomo parecía un samurái victoriano. Más arduo era decir que quizá el personaje reproducía el humor particular de un autor que, aunque de nombre japonés, había sido educado en Inglaterra, escribe en inglés y es admirador de Jane Austen. Es decir, se quiso ver el estilo en el origen y no directamente el estilo, y menos aún la síntesis de ambos.
Menciono esto porque parece difícil todavía, y quizá sea inevitable, entender que las obras literarias no son reproducciones de la realidad. Este prejuicio funciona todavía en la recepción de las creaciones latinoamericanas en un contexto internacional, y a veces en el nacional. Como si los creadores –pensemos en el cine y la literatura ecuatorianos– todavía tuvieran que saldar cuentas con el retrato región a región, con el fetichismo del habla, en una búsqueda obsesionada por una identidad que, curiosamente, se escapa de las manos en la pura evidencia de los tópicos, y así nada avanza ni se comprende. Habría que alejarse de esas imágenes o jergas o personajes evidentes, y una vez lejos, muy lejos, toparse de bruces con lo que somos, sorprendidos por un rostro que no reconoceríamos de inmediato pero que quizá sea el nuestro, y en el que probablemente se nos vería mejor.
No hay nada más propio que el paisaje de nuestro estilo. Así quizá un día amanezcamos en una orilla desconocida y allí, ante lo inédito, sabremos cómo miramos el mundo y qué nos caracteriza. Entonces podríamos decir que hay una nueva geografía por descubrir y que enriquecerá, con una mirada reforzada, aquella de la que provenimos.
El Universo 27.09.2011
Etiquetas: Aki Kaurismäki, Kazuo Ishiguro