jueves, diciembre 01, 2005

Esa tribu errante

Hace unos años, mientras traducía una obra de teatro de Luigi Pirandello, Seis personajes en busca de autor, cotejé alguna de las traducciones disponibles. Una de ella fue publicada por la editorial Sempere, en 1926, apenas cinco años después del estreno de la obra. La firmaba un tal F. Azzati. Lo interesante de esta traducción es que fue supervisada por el mismo Pirandello. Lo curioso es que incluye una primera línea que ha sido eliminada para siempre del original italiano y de todas las lenguas. Se encuentra en el famoso prólogo, donde Pirandello se explaya en el extraño proceso de su escritura. La oración eliminada: «He escrito esta comedia para librarme de una pesadilla». No dudo que Pirandello se libró de la pesadilla, tanto así que también se libró de esa oración. A mí, sin embargo, me sigue inquietando, a ratos se me vuelve pesadilla, quizá pueda librarme de ella rondándola.
Pirandello, uno de los grandes vanguardistas del siglo XX, escribió indistintamente cuentos, novelas y obras de teatro, además de una larga lista de ensayos sobre las relaciones entre ciencia y arte. En aquel prólogo, y en la obra en sí, Pirandello apuntaba a la condición de autonomía de los personajes de ficción, a esa rebeldía que los extrapolaba de los escenarios previstos por su creador, y a la concesión final que hacía el autor de mostrarlos en su rebeldía, de mostrarlos rechazados. Que un ente de ficción, que un personaje, se convierta en pesadilla es lo relevante de la inquietud de Pirandello, porque quizás allí encontremos si no una explicación por lo menos una razón para entender a esa tribu particular que decide errar, sin excluir ninguna opción, entre el cuento y la novela.
Por más conciliador que intente ser alguien en las relaciones entre el cuento y la novela, hay una guerra declarada entre ambos géneros. Declarada y tan declarada que consta por escrito. El cuentista Ambrose Bierce, cuando define a la novela en su Diccionario del diablo dice escuetamente: «novela: un cuento inflado». Luego añade que si hay grandes novelas es porque grandes escritores han desperdiciado su tiempo en escribirlas. Desde Bierce no han parado los ataques. A ese bando antinovela, como ya habrán imaginado, se suman por ósmosis y contagio todos aquellos que declaran la muerte de la novela. Pero no olvidemos que todavía queda el otro bando, el de los novelistas duros y redondos. Allí el ataque no es menor y hasta cierto punto diría que es más fuerte por ser menos evidente. Difícilmente escucharán a quienes son exclusivamente novelistas hablar mal del cuento. Es que no los escucharán hablar del cuento. No dirán absolutamente nada del cuento, de por qué no los escriben o por qué dejaron de escribirlos. Y aquí precisamente es cuando se pone interesante la polaridad entre novelistas y cuentistas, porque entre ellos avanza esa tribu errante que forma la excepción.
Entre ellos encontramos al novelista que ha publicado algún libro de relatos, o dos como mucho, o que de vez en cuando sorprende en algún periódico o revista con un relato que tiene más de ensayo o crónica que de cuento propiamente dicho. Va de puntillas, como si no quisiera armar mucho revuelo por esos cuentos que, sin embargo, escribe. Por otro lado, no menos curioso, tenemos a otra especie, la de los cuentistas natos, los pura sangre, esos cuentistas que parecen “llaneros solitarios” frente a las listas de ventas de libros, y que van por ahí sin ningún delito en la ficha policial de la escritura masiva porque tienen varios cuentos y se han mantenido imperturbables ante la serie de rechazos editoriales. Pero observen bien y encontrarán que alguno de ellos tienen esas canas provocadas por la duda que exigía Chéjov en todo gran escritor, y es que algunos de nuestros cuentistas, si escarbamos un poco, también han publicado alguna novela —por lo general una o dos— que ya es bastante, pero que no es nada si lo comparamos con los ciento y pico de cuentos, o doscientos, o seiscientos cuentos que, por ejemplo, escribió el mismo Chéjov.
Vuelvo a lo atípico y a lo complejo de esos dos modelos orientativos de autor que trasgreden esa frontera y nos dan ciertos libros también de frontera. Son libros por lo general poco conocidos. Es más conocida La cartuja de Parma o Rojo y Negro que las Crónicas italianas de Stendhal; y son menos populares los relatos y fragmentos de Lowry, Musil, Proust, Brodkey o Vargas Llosa que sus propias novelas. Constatamos que la novela opaca al cuento. Pero también ocurre al revés. Grandes cuentistas opacados por sus cuentos; opacadas sus novelas, mejor dicho. La novela descatalogada, o con poca crítica, del prolífico cuentista. Están allí. En zona de nadie. Esperando que lleguemos a ellas para no saber cómo asimilar sus libros, y en muchos casos no porque esos libros irregulares, fuera de serie, sean malos o mediocres, sino porque en el proceso de cognición nuestra mente puede estar sometida a ilusiones ópticas de moda como a la preceptiva de los géneros. Ampliemos la mirada y paciencia. Será en esos casos donde uno se pregunta lo que ya se preguntó el narrador portugués Augusto Abelaira: ¿Cuál es la razón por la que el continuum narrativo que un autor tiene dentro de sí mismo se rompe unas veces al final de quince páginas y otras solamente al final de trescientas?
Esta es la pregunta fundamental. Ese impulso, ese continuum, ese ritmo, por qué se fracciona en capítulos, por qué se sostiene en un sólo bloque de trescientas páginas o en microcapítulos. Los espacios en blanco, el asterisco que brilla a modo de frontera, de valla de contención, de baranda de seguridad que algún rincón del cerebro emite para nuestra propia salud mental frente al torrente ficcional, o se desquicia excepcionalmente como en Bernhard, D´Arrigo y Foster Wallace. Volvemos, entonces, a la pesadilla de Pirandello. El personaje como pesadilla. Un núcleo narrativo que sostiene, casi en contra de nuestra voluntad, un determinado continuum narrativo. Ese continuum del que habla Abelaira se percibe en esas novelas de cuentistas que no pudieron cerrarse como cuentos, que persistieron rompiendo toda norma de brevedad, de tramos cortos.
Pero también, por otro lado, está el novelista que repentinamente, en el continuum de su novela, en ese rigor paciente que sabe que le tomara uno o cinco o diez años, aparecen otras pesadillas entre sus papeles, y que no puede incluir allí, personajes rebeldes en busca de otros papeles, de otro espacio, una multitud que el novelista ve surgir repentinamente al doblar la esquina, y que vuelve a desaparecer en la esquina siguiente. Queda, no obstante, un resplandor de todo aquello, un resplandor de lo sumergido, como observaba Frank O´Connor, y lo engastamos en un párrafo o cinco folios y lo llamamos cuento, aunque pertenezcan al mundo de la novela, y así tenemos esos cuentos descuajados, esos despieces que, sin embargo, son autónomos, que son completos en sí mismos, y que brotan de novelas. Como el caso del cuento de Onetti, "La casa en el mar", pesadilla derivada de esa otra pesadilla que es su novela La vida breve, o "Ante la ley" de Kafka, que forma parte de El Proceso.
En la tradición latinoamericana encontramos muchos protagonistas de esta tribu errante entre el cuento y la novela, con novelas no tan novelas y cuentos que se expanden hacia el infinito. Muchas de las grandes novelas nacieron de un cuento, y muchos cuentos extraños encierran perfumes con profundidad propia de las novelas. Quizás porque, a diferencia de sociedades donde los canales comerciales y culturales están rígidamente normalizados, estables y estereotipados, donde el género no sólo debe ser preciso sino poseer subespecies claramente delimitadas, en el mundo de habla hispana todo autor que no venga editado y promocionado desde los grandes centros editoriales, ha debido inventar su propio público.
La teoría literaria contemporánea, los críticos y académicos, siguen fascinados por los procedimientos narrativos que hibridizan los géneros y multiplican las nociones que sostienen lo específico de cada narración. Hemos llegado quizá a una exaltación de lo híbrido y a la banalización de lo híbrido, y a veces se toma por experimentación los grafismos y la sintaxis más evidentes, declaradas, explícitas, frente a una experimentación más profunda y auténtica referida a la percepción, que suele dar resultados menos impactantes y llamativos pero más duraderos. Se habla de ciclos cuentísticos, de colección secuencial de cuentos, de colección novelizada de cuentos, de libros orgánicos o atomizados, de novelas fragmentarias, de cuentos máximos. Se comprime y estira los términos pero la energía base, el aliento narrativo sigue siendo el mismo a pesar de la anonimia o del estado provisional que tiene toda taxonomía frente a la creación. El cuentista que se sabe imposibilitado para escribir una novela-novela, intenta librarse, como decía Pirandello, de su pesadilla, y así abre su cuento hacia el infinito. Recurre a la novela pero sin la progresión esperada de la novela.
Julio Ramón Ribeyro sabía de esto. Los tres tomos publicados hasta ahora de su diario, La tentación del fracaso, especialmente el segundo y el tercero, son un testimonio de su lucha por alcanzar la “imposible novela”, como él la llama, para un propósito vital: dar cabida a esos personajes que no entraban en sus cuentos. Y la mejor constatación de esto es su novela Los geniecillos dominicales. A veces me ha ocurrido recordar a Ludo, el protagonista de esta novela, como si fuera el protagonista de un cuento largo pero intenso, mientras que a otro personaje, esta vez del cuento “Silvio en El Rosedal”, a Silvio precisamente, lo recuerdo como personaje de una novela corta pero dilatada. Como la Anabel de Cortázar, en el Diario de un Cuento, título maravilloso —el género que se expande por acumulación de tiempo dilatado, el diario, abarca otro género que selecciona y comprime un momento único, el cuento. O como ese cuento potencial de Rolando Sánchez Mejías, “Viaje a China”, donde el largo viaje al país asiático se hace sosteniendo la respiración con dos comas: “Olmo se abrocha los zapatos, va a China, vuelve de China y se desabrocha los zapatos”. Hay muchas novelas como si fueran grandes colecciones de cuentos. Son todas excepciones las que menciono. Confirman el género además de la regla. Pero en esa condición excepcional deberíamos leer y escribir toda narración: con la ética del cuentista y la flexibilidad integradora, antiexcluyente, de la novela.
Tenemos esa extraña novela del cuentista que fue Felisberto Hernández, titulada Por los tiempos de Clemente Colling. Todos los narradores que repentinamente perciben un resplandor y se les abre los pulmones por la inspiración sin saber cuánto exhalarán, pueden decir de sus trabajos lo que decía Hernández del entrañable personaje de Clemente Colling: «sentí su presencia como la de un prestigio aún no calificado». Para eso se narra: para vivir, para re-vivir, para con-vivir alrededor de una forma y de unos personajes que siempre escapan a toda calificación. Para afinar una pesadilla, quizá librarnos de ella.

Letras Libres (España) noviembre de 2005

Saltar las fronteras

Qué siglo de fronteras fue el pasado, cuántas se han roto en este, cuántas inesperadas aparecen. En medio de estos derrumbes y emplazamientos, la literatura es testigo de cargo. Malcolm Bradbury señalaba en su libro Peligrosos peregrinajes un rasgo esencial de la literatura inglesa y la norteamericana: el navegar permanente de sus escritores entre Europa y América. Los escritores de lengua inglesa han salido de sus fronteras con una ambición por narrar otros territorios. Como si allá, lejos de casa, hubiera otra aventura que está a la espera: seguir el rastro de un mundo que por ser tan móvil quiere controlar el paso libre y trashumante de los hombres.
La literatura nunca ha estado más cercana a la vida que con esos pioneros de la errancia. Buscaban el futuro en un territorio presente ubicado en otro sitio. Cuánto movimiento errante también en la literatura ecuatoriana: los éxotas de Ángel F. Rojas, los desarraigados de Vásconez, los emigrados de Telmo Herrera, los cosmopolitas de Gabriela Alemán. El gran movimiento de diáspora de la literatura ecuatoriana escrita en el extranjero de las últimas décadas se abordó en el IX Encuentro de literatura de Cuenca (Ecuador), celebrado a lo largo de la semana pasada. ¿Qué implica este fenómeno denominado “desterritorialización”.
En un primer momento, estos movimientos trasnacionales despiertan la sospecha de los lectores sedentarios que temen por instinto afrontar la novedad de lo desconocido. Período más o menos largo de discusión, termina por ceder una vez que surgen nuevos lectores que se identifican con esta nueva dinámica. Pero el verdadero movimiento viene a continuación, cuando el fenómeno se normaliza y entonces las lecturas ya no giran en torno a la sorpresa de las novedades sino en lo que específicamente ofrecen de literario tales propuestas. Aquí es cuando se produce el aporte: una destreza para dialogar de manera cada vez más intensa con el mundo. En el caso de los grandes países colonialistas como Inglaterra o Francia, su diáspora literaria constataba la nostalgia de la pérdida y el desastre de su paso. Pero ha sido y es en los pequeños países sin imperio donde el beneficio resulta notable. Se fundan los nuevos imperios de la imaginación. Polonia, Bulgaria, Sudáfrica, Siria, Nicaragua, Marruecos, Hungría tienen escritores que abiertos al mundo han dado los mejores escritores de las últimas décadas. Todorov, saliendo desde Bulgaria, Monterroso fuera de Guatemala, o Zagajewski desplazándose dentro y fuera de su Polonia natal, han dado el testimonio más deslumbrante sobre las ventajas literarias de su destierro.
Zagajewski, de paso por Barcelona en estos días para presentar su reciente libro de ensayos, En defensa del fervor, argüía sobre los beneficios de contar con distintos puntos de mira para abarcar el mundo. Desde su pequeña Liov hasta Cracovia, desde París a Houston, el gran poeta polaco explica que este movimiento submarino, es decir, no visible, que llevamos por la vida al contar con otros países y ciudades, le permite sacar un periscopio para mirar de manera panorámica un mundo que exige mil ojos para comprender su compleja dinámica. Porque en la diáspora, al saltar fronteras, los ojos se abren con fervor al vasto mundo que siempre nos compete, descubren nuevos caminos y, sobre todo, reconocen cómo eran efectivamente los que habían recorrido.

El Comercio, 27 de noviembre de 2005

Dadá en París

De paso por París, coincido con Héctor Feliciano, el periodista puertorriqueño, autor de uno de los libros de investigación más provocadores de los últimos años: El museo desaparecido. Feliciano ha venido a supervisar la traducción francesa para Gallimard de su libro sobre el saqueo nazi de grandes obras europeas. Bajo las órdenes directas de Hitler y de un equipo conformado por Hans Posse y Otto Kümmel, con la participación de Goering, los nazis reunieron miles de obras de arte destinadas a ensalzar la gloria del Reich. Si al entrar en París, los nazis robaron a los millonarios judíos sus colecciones personales, las piezas vanguardistas de estos no les interesaban, sólo servían para ser puestas a la venta y recaudar fondos. En estos mismos días, en el moderno centro Georges Pompidou se realiza la retrospectiva sobre el gran movimiento de vanguardia: el indefinible Dadá. París lo entrona y lo pone por todo lo alto. La exposición está ubicada en el sexto piso del Pompidou, donde se tiene una de las mejores vistas de la ciudad gracias a la arquitectura en ventanales del edificio erguido en el barrio de Le Marais. Se ubican, por encima de sus referentes clásicos, los que cotizaban los nazis, estas obras surgidas de un pequeño café de Zúrich a comienzos del siglo XX y que, hoy en día, no alcanzarían las cifras astronómicas de otras obras de arte. De hecho, lo que más llama la atención en la exposición es la abundancia de folletos, manuscritos, collages –Dadá fue, sobre todo, una rebeldía escrita- pero ninguna obra que por su formato tenga un valor comercial exorbitante, si descontamos algún cuadro de Grosz, Max Ernst o De Chirico que ocasionalmente aparecen en las cuarenta pequeñas salas que conforman la exposición. No sé si Feliciano llegó a visitar el Pompidou. Puertorriqueño de nacimiento, vivió treinta años en París, donde inició su investigación, y ahora reside en Nueva York. Le interesa también la música y con nostalgia comprueba que la llegada de la salsa a París es una señal de decadencia musical, el final de una época de esplendor que comprobamos cuando en una de las discotecas latinas emblemáticas de Montparnasse, La Pachanga, el reguetón ha entrado con bombos y platillos para destronar a la antigua reina de los ritmos latinos. De manera que en París se pone por todo lo alto el movimiento de vanguardia más importante del siglo XX, pero por todo lo bajo y ancho de sus calles resuena una canción como “Pobre diabla”. En esta polaridad se refleja lo que ocurre en Europa. Una tensión entre diferentes mundos que están inevitablemente relacionados y que ya no saben de largas transiciones de validación. Probablemente a los músicos franceses que fusionan ritmos árabes, africanos y puertorriqueños no les interesa saber que por encima de ellos sobrevuela la provocación de esos artistas que en las primeras décadas del siglo XX querían sacudirse los convencionalismos del arte europeo. Los latinoamericanos, más que sacudírselos, siguen tomando de ellos lo que les resulta sugerente y lo fusionan todo. No es gratuito entonces que haya sido un puertorriqueño como Feliciano quien haya puesto el dedo en la llaga sobre un asunto poco estudiado como el saqueo artístico nazi para sus fines propagandísticos. Y es que en nuestro mundo ya no es posible la mentalidad en compartimentos estancos, sino la curiosidad por observar y exponer estos canales subterráneos que unen extremos aparentes. La visibilidad y renombre de una exposición como la de Dadá pone en evidencia otros fines propagandísticos del París de hoy, pero también esconde enigmas que siempre nos conciernen. Y enigma es el de una de las piezas que más me llamó la atención en la exposición.
Protegido por una vitrina, hay un bulto envuelto con una gruesa tela gris. Está atado con cuerdas. El público observa el bulto y trata de descifrar lo que contiene. Muchos pasan de largo. Otros se detienen y creen reconocer en las formas que se insinúan, una máquina de coser y un paraguas. Y estos dos objetos no son otra cosa que la metáfora que los surrealistas tomaron de uno de los Cantos de Maldoror de Lautréamont como emblema para su movimiento: el de la belleza inaudita del encuentro de objetos inesperados. Es como si esas cuerdas esperaran a ser desatadas para mostrar el misterio que oculta la tela. Mentalmente tomo uno de los extremos de la cuerda y abro el envoltorio: Lautréamont fue el seudónimo de un misterioso poeta uruguayo -otro emigrante, otro sudaca- que abrió la mirada a la vieja Europa con su deslumbrante obra poética. En un tiempo distinto, los ritmos y las letras implacables del reguetón sacuden la conciencia cargada de tradiciones de los parisinos y de la horda de visitantes que descubrimos los vasos comunicantes, cada vez más rápidos y amplios, de nuestra época. Y quizá aquí sigue vivo ese espíritu de los encuentros fortuitos que un movimiento como Dadá puso de relieve como condición de la belleza contemporánea, y que parece estar más activo en las calles de América Latina, en su diáspora mundial, que en las clasificadas salas del Georges Pompidou.

Octubre 2005